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SEPTIEMBRE 29, 2018 POR: Columnista Invitado EDICIÓN No. 22

El poliamor como medio y no como fin.

FOTO: Internet

Por: Carmenza Zá| @zacarmenza| Feminista radical, investigadora y escritora

Pensando en Sara, con múltiples amores e infinitos agradecimientos.

Marcela Largarde, en sus claves feministas, afirma que “el amor es una experiencia de relación con el mundo” por lo que pensar y cuestionar las formas en las que amamos es, necesariamente, pensar y cuestionar la manera en la que habitamos el mundo. El amor, entonces, es un asunto que va más allá de los individuos o de las parejas, para fijarse en la estructura de toda sociedad; es, nada menos que, la médula de la experiencia vital y social.

A lo largo de la historia, al tiempo en el que confiscábamos el amor al terreno de lo mítico, permitíamos que en torno suyo se tejan todo tipo de relaciones de poder mundanas. Hicimos así, del amor, un terreno fronterizo entre lo irremediablemente carnal y lo necesariamente imposible; el pecado y la redención divina al mismo tiempo.

La reproducción de un modelo de familia que permitiera la acumulación de capital, introdujo la monogamia a las relaciones de pareja, dividiendo la experiencia vital en dos campos antagónicos: Se asignó a la mujer en el hogar y, con ello, a todo lo que fuera cálido, privado y susceptible a ser cuidado: lo propio.

Al hombre, por su parte, se le asignó todo aquello que representara un “afuera”: lo público, lo ajeno, lo prescindible. Al tiempo, se le enseñó a siempre volver a casa para poder volver a salir (¡No se puede estar afuera, si no se está vinculado a un adentro!)

Y solo después de asignar espacios, tiempos y tareas absolutamente contrarias, se nos dijo, a hombres y mujeres, que la experiencia amorosa era algo universal, que traspasaba el tiempo y las distancias. Se nos hizo creer que en ese terreno fronterizo todo éramos iguales pero, definitivamente, no se nos dotó de las mismas herramientas para habitarlo.

Entender el amor moderno como el resultado de tantas tensiones transversalizadas, es paso obligado antes de, si quiera, sugerir “nuevas” formas de experimentarlo. Implica reflexionar y llenar de contenido ese algo que, durante muchísimo tiempo, se quiso confiscar al plano de la emoción, la pasión y el deseo sin sentido

Sin sentido como quien no tiene mayor explicación de la propia existencia y, a la vez, como aquello que carece de norte y de dirección.

Hablar del poliamor como alternativa de relacionamiento a este amor moderno o romántico, no elimina todas las tensiones y desigualdades que preceden a la experiencia amorosa. Kate Millet, en La Política Sexual asegura que “Nadie llega al coito en el vacío. Nadie. Cada quien llega al amor siendo quien es. Y ahí se posiciona”.

Construir desde el poliamor implica ser consciente de las condiciones individuales (privilegios, desventajas, experiencias, conocimientos) con las que llegamos al encuentro con los otros para, a partir de ello, iniciar el camino a un relacionamiento más justo y equitativo.

Ese es el fin.

Y es que, precisamente, lo que supone “iniciar un camino” a partir del distanciamiento con el amor romántico, es reconocer que la experiencia amorosa deja de ser un fin, para convertirse en el medio.

Hacer del amor un medio, además, lo aleja de la expectativa divina pues devuelve la construcción de las relaciones al campo del trabajo material y humano. A la elaboración cotidiana y no a la esperanza de un destino irremediable. Con ello, además, invita a eliminar ese paso obligado entre pecado y redención: el sacrificio.

Así las cosas, ser consientes del lugar desde el que llegamos al (y desde el que nos construimos en el) amor, implica reconocer el de todas las demás personas involucradas. No es poliamor si todas las partes no cuentan con la información completa pues la ausencia de esta es, inevitablemente, condición de desigualdad. La desigualdad, por su parte, implica un sacrificio impuesto a alguien más.

Al aterrizar el amor al campo de lo construido socialmente, lo convertimos también en objeto de un pacto social. Y aunque los pactos están presentes en todo tipo de relacionamientos, suelen establecerse de manera tan tácita que resulta difícil reconocer sus límites y ubicar el momento en el que accedimos a ellos o en el que podremos prescindir de los mismos.

Si acogemos el poliamor como medida alternativa al amor romántico (construido a partir de la relación de propiedad privada sobre el otro), el pacto que establezcamos, necesariamente tendrá como premisa, no solo el reconocimiento, sino la defensa de la individualidad y libertad de los demás involucrados.

En la defensa de dicha individualidad no está el desprendimiento de la responsabilidad sobre los demás. No se trata del enaltecimiento del individualismo sino, por el contrario, del reconocimiento de un(os) otro(s) más allá de mí, pero voluntariamente conmigo. El poliamor pretende sacarnos, como individuos, del centro de la experiencia amorosa y reconocer – casi por primera vez - a los otros interlocutores, buscando evitar a toda costa el sacrificio (como expresión de la desigualdad) propio o de los demás. Cuidarse. Cuidarnos.

Es en la noción de cuidado que radica la dificultad de la construcción poliamorosa, pues es allí donde mujeres y hombres debemos distanciarnos del rol que se nos asignó socialmente y que perpetuamos en el ejercicio del amor romántico. Eliminar el antagonismo en las experiencias vitales de cada uno y de cada una, a partir del reconocimiento de las desigualdades sociales, económicas y culturales propias; de ese no vacío desde el que, según Millet, llegamos siendo quienes somos al amor.

Para la mujer, soldado perfecto del ejército de cuidadoras que tiene la sociedad contemporánea, el reto está en aislarse del sacrificio propio e impuesto para sí. Pensar una experiencia amorosa que la ubique en uno de los centros del relacionamiento pero que no la perpetúe en una posición funcional a los deseos y necesidades ajenas.

Expertas en cuidar a todos los demás, el poliamor nos invita a cuidarnos primero a nosotras mismas y a nuestras iguales.

Antes de cuestionar el amor romántico con el poliamor, la poligamia sexual era (y es todavía) un territorio legítimo para los hombres, bajo el imaginario de que la capacidad de relacionarse “exclusivamente” a nivel sexual, sin lugar a involucrarse sentimentalmente, es característica propia de su vida pública, de su vida en el afuera.

La monogamia (introducida a las relaciones de pareja siempre potencialmente familiares) es un pacto social que todos parecieran aceptan pero cuya exigencia solo se ha extendido a las mujeres; es característica de su lugar en el hogar, en el adentro. De su lugar en lo “propio” de alguien más.

Las mujeres reprodujimos una y otra vez este modelo, no solo guardando fidelidad a nuestras parejas (y elevando esta acción al nivel de virtud) sino, además, aceptando un turno (no lugar) en el “afuera” de los hombres.

Que el cuidado propio y de nuestras iguales, incluya, por ejemplo, no acceder nuevamente a triángulos amorosos o situaciones en las que la comodidad ajena sea más importante que la propia, no solo resulta necesario en la experiencia del poliamo sino que, además, se constituye en un ejercicio liberador por sí mismo.

Esta misma noción de cuidado del poliamor exige al hombre una experiencia inversa: cuidar a alguien(es) más allá de sí mismo. Entender que la comodidad de todas las personas implicadas es tan importante como la propia y que, ante su acumulado de privilegios sociales, económicos, políticos y culturales, renunciar a algunos lugares de poder es requisito indispensable para una experiencia amorosa justa.

No es poliamor si pretende usarse para multiplicar los individuos que se instrumentalizan en función de sí mismo.

Sí lo es, por el contrario, si se establece como alternativa al amor monogámico y romántico, a través de la eliminación de las desigualdades entre hombres y mujeres. Permite, si se tiene al cuidado como principio innegociable, hacer de la experiencia amorosa un medio para la reflexión y transformación cotidiana de las maneras en las que habitamos el mundo.

REVISTA EROTIK


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